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.Est�s pero que bien jodido, Diego, se dijo con un �ltimo rastro de lucidez.Hasta aqu� has llegado.Y lo cierto es que se sent�a exhausto.Los brazos le pesaban como el plomo y la sangre lo cegaba.Alzó lamano izquierda, la de la daga, para limpiarse los ojos con el dorso, y entonces vio una espada que se dirig�ahacia su garganta, y a Don Francisco de Quevedo que gritando: ��Alatriste! �A m�! �A m�!�, con vozatronadora, saltaba desde los bancos a la viga del degolladero e interpon�a la suya desnuda, parando el golpe. �Cinco a dos ya est� mejor!  exclamó el poeta acero en alto, saludando con una alegre inclinación decabeza al capit�n.�No queda sino batirse!Y se bat�a, en efecto, como el demonio que era toledana en mano, sin que su cojera le estorbase lo m�sm�nimo.Meditando sin duda la d�cima que iba a componer si sacaba la piel de aquello.Los anteojos lehab�an ca�do sobre el pecho y colgaban de su cinta, junto a la cruz roja de Santiago; y acomet�a feroz,sudoroso, con toda la mala leche que sol�a reservar para sus versos y que, en ocasiones como �sa, tambi�nsab�a destilar en la punta de su espada.Lo arrollador e inesperado de su carga contuvo a los que atacaban, eincluso alcanzó a herir a uno con buen golpe que le pasó la banda del tahal� hasta el hombro.Despu�s,rehechos los contrincantes, cerraron de nuevo y la querella hirvió en un remolino de cuchilladas.Hasta losactores hab�an salido a mirar desde el escenario.Lo que ocurrió entonces ya es Historia.Cuentan los testigos que, en el palco donde se hallaban de supuestoincógnito el Rey, Gales, Buckingham y su s�quito de gentiles hombres, todos ve�an la pendencia con sumointer�s y encontrados sentimientos.Nuestro monarca, como es natural, estaba molesto por aquelladesvergonzada afrenta al orden p�blico en su augusta presencia; aunque tal presencia fuese sólo oficiosa.Pero hombre joven, gallardo y de esp�ritu caballeresco, no le incomodaba mucho, en otro oculto sentido, quesus invitados extranjeros asistiesen a una exhibición espont�nea de bravura por parte de sus s�bditos, con losque a fin de cuentas sol�an encontrarse a menudo en el campo de batalla.Lo cierto es que el hombre que sehab�a estado batiendo con cinco lo hac�a con una desesperación y un coraje inauditos, arrancando a los pocosmandobles la simpat�a del p�blico y gritos de angustia entre las damas, al verlo estrechado tan de cerca.Dudó el Rey nuestro se�or, seg�n cuentan, entre el protocolo y la afición; por eso se demoraba en ordenar aljefe de su escolta de guardias vestidos de paisano que interviniese para cortar el tumulto.Y justo cuando porfin iba a abrir la boca para una orden real e inapelable, a todos causó gran admiración ver a Don Francisco deQuevedo, conocid�simo en la Corte, terciar tan resuelto en el lance.Pero la mayor sorpresa a�n estaba por venir.Porque el poeta hab�a gritado el nombre de Alatriste al entrar enliza; y el Rey nuestro se�or, que iba de sobresalto en sobresalto, vio que, al o�rlo, Carlos de Inglaterra y elduque de Buckingham se iraban el uno al otro. �Alatruiste!  exclamó el de Gales, con aquella pronunciación suya tan juvenil, cerrada y brit�nica.Y trasinclinarse un momento por la barandilla de la ventana, echó una �vida ojeada a la situación all� abajo, en elpatio, y luego se volvió de nuevo hacia Buckingham, y despu�s al Rey.En los pocos d�as que llevaba enMadrid hab�a tenido tiempo de estudiar algunas palabras y frases sueltas del castellano, y fue de ese modocomo se dirigió a nuestro monarca: Diesculpad, Siure.Hombrue ese y yo tener deuda.Mi vida debo.Y acto Seguido, tan flem�tico y sereno como si estuviese en un salón de su palacio de Saint James, se quitóel sombrero, ajustó los guantes, y requiriendo la espada miró a Buckingham con perfecta sangre fr�a. Steenie  dijo.Despu�s, acero en mano, sin demorarse m�s, bajó los pelda�os de la escalera seguido por Buckingham, quetambi�n desenvainaba [ Pobierz całość w formacie PDF ]
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